PREMONICION

PREMONICION (29 FEBRERO 2012)

 

Rafael Correa anunció ayer el «perdón sin olvido» para   los hermanos Perez, dueños de El Universo, el ex editor de opinión de ese medio, Emilio Palacio, así como para los periodistas Christian Zurita y  Juan Carlos Calderón. Lo hizo en un acto que fue retrasmitido por la televisión local, internacional e internet, luego de que el régimen recibiera la condena mundial por los juicios contra las personas mencionadas.

 

Vanos fueron los esfuerzos melodramáticos del actor político, Rafael Correa, ante las cámaras por aparentar ser la víctima de los medios y simular ser un hombre noble, de principios y escrúpulos.  A pesar de su «cancha» de cinco años con los micrófonos y todo tipo de público, esta ocasión lucía incómodo, molesto, como si sintiera el peso de la mirada de la opinión pública mundial y de los medios internacionales que lo habían calificado en los términos mas duros.

 

El salón amarillo lleno de cámaras y luces, un séquito de devotos cortesanos gubernamentales, el podio presidencial junto a los símbolos patrios, servían de escenografía para una puesta en escena  surrealista, con las mas variadas representaciones: un agitador que aparentaba ser un estadista, un político inmoral agarrado in «flagrante delicto»  que se autocalificaba de virtuoso, un dictador que pretendía ser un presidente democrático y  magnánimo, un oportunista que fungía de idealista, un político derrotado que intentaba mostrarse como vencedor, un hombre desequilibrado, atormentado por sus demonios, que aparentaba paz y serenidad.

 

Su ánimo parecía el de un ser atrapado, abatido, sin fuerza siquiera para gritar. Por su naturaleza populista y experiencia de vida, Correa ha estado acostumbrado a  desenvolverse con éxito en medio de la farsa de la política sin principios, pero en esta ocasión lo atormentaba por un lado reconocer su derrota frente a la opinión pública, y por otro saberse descubierto como el actor principal de la farsa.

 

El personaje actuaba incomodo. Parecía que sin quererlo, su fuero interno exteriorizaba la amargura de verse duramente derrotado por primera  vez en sus cinco años en el poder. Como si su mente llena de rabia no pudiera dejar de pensar en  las consecuencias de saberse descubierto ante el mundo en su temerario e infructuoso intento de acallar a como de lugar la libertad de expresión del Ecuador, con el fin de lograr la total impunidad de los actos de corrupción cometidos por un gobierno totalitario, disfrazado de democracia, en el cual  todos los poderes del Estado están bajo el control de una sola persona.

 

Previo el anuncio principal de su intervención: su decisión de «perdonar a los acusados y solicitar la remisión de las condenas que recibieron»  hizo un recuento tergiversado de la verdad, tratando de resaltar su supuesta calidad de líder  revolucionario que está enfrascado en una lucha desigual contra una  «dictadura» de los medios de información a nivel nacional y mundial. En esta ocasión, consciente de que lo observaba el mundo, se cuido de no denostar a los acusados con su expresión favorita de  «los payasos y los dueños del circo» como lo hizo ante la corte, la noche de la sentencia en la que se desbordo histriónicamente de placer.

 

Sin embargo, fue sobre todo en la parte medular de su discurso, en su argumentación del porqué del juicio de US 80 millones al Universo y a Emilio Palacio, donde Correa puso en evidencia su falta total de argumentos para pretender justificar una de las mayores infamias de la historia del Ecuador. Se limitó, como en otras ocasiones ante los jueces del proceso, a repetir que  el ex Editor de Opinión de El Universo lo acusó de crímenes de lesa humanidad.  Por supuesto no se atrevió a mencionar que la defensa de Emilio Palacio había desmentido categóricamente tal interpretación, hecha de forma antojadiza y con mala fe para justificar el ilegal juicio, todo lo cual tiene como respaldo el examen lexicológico y semiótico del Dr Hernan Rodríguez Castello, en el que se señala claramente que «En ese párrafo no se acusa al «Dictador» de ese «haber ordenado fuego” contra el hospital».

 

Como lo destaca Rodriguez Castello, no es verdad que en dicho párrafo se haya formulado dicha acusación. Hay que ser un desconocedor del idioma español, falto de sentido común, o simplemente tener mala fe, como es el caso de Correa, para interpretarlo de esa manera. En el artículo, como se ha aclarado en muchas ocasiones, se  comenta de una situación hipotética, en la que se señala que  a futuro un nuevo presidente podría acusar al dictador de haber «ordenado disparar a discreción».

 

Adicionalmente, el todavía joven político aclaró que no fue por la figura jurídica anacrónica del desacato por la que se enjuicio al Universo sino por la de injurias calumniosas (las cuales  son consideradas como similares para el caso de altos funcionarios públicos) para luego decir muy suelto de huesos, a manera de concesión a la CIDH,  que  estaría dispuesto a debatir el tema de la despenalización de los juicios por calumnias,  aunque sin imposiciones. Luego, al parecer saliéndose del libreto, con su acostumbrada risa nerviosa, se atrevió a decir, en un tono medio en serio medio en broma, que lo haría a cambio de que Estados Unidos elimine la pena de muerte «porque molesta bastante la doble moral».

 

Correa de esta manera, traicionado seguramente por su conocida inestabilidad emocional,  daba a entender que armó todo un escándalo nacional e internacional por un tema que él admite merece ser debatido y que está dispuesto a negociar a cambio de propuestas disparatadas. Miraba taimado a las cámaras, pensando quizá que nadie le creía ya, pues era obvio que había sacrificado los intereses nacionales por sus desmedidas ambiciones. Igual de asombroso es su comentario sobre la independencia que tienen los miembros de la CIDH respecto de cualquier injerencia de los Estados, poniendo al descubierto su pensamiento totalitario, así como su desconocimiento total de filosofía política, disciplina fundamental no sólo para un jefe de estado sino también para un economista.

 

El disparatado discurso de Correa, huérfano de argumentos, terminó con el consabido perdón de los acusados. En esta parte de su declaración, Correa se limitó a decir con aire simulado de solemnidad, que había tomado dicha decisión  en el seno de su familia y compañeros más íntimos, pero sin dar  ninguna explicación del porqué de la misma, arrojando más dudas sobre la sinceridad de sus palabras iniciales en las que había resaltado la importancia  de la lucha revolucionaria contra la dictadura de los medios y el gran capital, de la cual los acusados son supuestamente parte fundamental. En su mentalidad totalitaria resultaba innecesario dar explicaciones sobre las decisiones que a él simplemente «le da o no la gana»,  que fue justamente su respuesta a una periodista que en los días del juicio por el caso el Gran Hermano se atrevió a preguntarle por qué no enjuiciaba a su hermano Fabricio, quien había dicho que él sí conocía de sus contratos.

 

Comentó brevemente que no conoció de los contratos de su hermano, y por supuesto no aprovechó para explicar por qué lo había nombrado tesorero de campaña del 2005 ni por qué lo mantuvo a su lado por varios años de gobierno, incluso varias semanas después de la publicación en el diario Expreso de la extensa investigación realizada por los autores del Gran Hermano. En su mente evitó plantearse estas interrogantes. No le interesaba recordar que con el ánimo de salvar su imagen frente al escándalo de los contratos, algunos meses atrás el mismo se había puesto en evidencia al declarar a la prensa que su hermano desde pequeño había tenido tendencia a la corrupción, a la ideología de derecha, a tener amigos mafiosos.

 

Correa expresó que hacía tiempo había decidido, en su corazón, otorgar el perdón, pero es obvio que esto tampoco tiene sindéresis con el resto de su discurso. A manera de ejemplo, y para este fin el juicio contra los periodistas Calderón y Zurita sirve muy bien. Por qué razón,  si ya había decidido «hacia tiempo» el anunciado perdón, apeló la sentencia del juez que los condenaba a pagar dos millones de dólares, solicitando que se incremente nuevamente a 10 millones, como había sido al inicio del juicio?

 

Como era de esperar su discurso terminó con grandes aplausos y felicitaciones. No faltaron por supuesto las alabanzas de su corte, empezando por su Canciller, quien vivamente emocionado lo describió como  «líder histórico» capaz de actos sublimes de nobleza, propios sólo de los revolucionarios escogidos.

 

Correa, sin embargo, se retiró malhumorado, con el ánimo desencajado, alicaído. Daba la impresión de que a pesar de sus delirios y sed incontrolable de venganza inmediata, estaba consciente de que había sufrido una seria derrota política, la más dura de asimilar para su gobierno. No tiene a quien culpar ahora, sólo a sí mismo y esto lo agobia.

 

EL personaje Correa, quien inevitablemente nos trae a la memoria a los diferentes dictadorzuelos descritos por Carpentier, Garcia Márquez, Vargas Llosa, y muchos otros de la literatura latinoamericana, presiente que ha desencadenado una crisis de estabilidad política de impredescibles consecuencias, y que de esa manera ha puesto en  riesgo su gobierno y futuro personal. Terminado el fallido juicio, al recordar los terribles sucesos del 30 de septiembre, provocados por el dictador; al  verlo de repente derrotado como hoy,  uno no puede dejar de pensar en que, por esas paradojas de la vida,  por culpa de su forma incontrolable de ser, por su intolerancia y visión totalitaria del poder, la  hipotética situación descrita por el ex Editor de Opinión de El Universo, podría  convertirse  en una  trágica premonición de su futuro político.

Acerca de guspalaciou

Diplomático de carrera, libre pensador. Como la mayoría de ecuatorianos quiero un país libre, incluyente y democrático, en armonía con la naturaleza.
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